La
escuela como comunidad aprendiente
¿… será que el sistema escolar es la manifestación
de actitudes vitales generalizadas en la sociedad? ¿Será que está tan difundido porque son
muchos los adultos que pertenecen al tipo humano que no confía y que está
desconectado de sí mismo y de la vida, razón por la cual quieren controlar las
situaciones, se adelantan al plan de desarrollo o bien lo evaden con el
argumento de ‘preparar a los niños para el futuro’, siguen programas de
formación cultural que no se corresponden con los procesos biológicos y que,
por lo general, van siempre adelantados en varios años?
Wild
Introducción
Muchas
personas que trabajamos en el “mundo” escolar vivimos la tensión permanente de
cómo hacer del mismo un espacio verdaderamente educativo, que más que
instruir-adoctrinar se dedique a mediar el aprendizaje que cada niña y niño,
así como el que cada docente pueda experimentar en este espacio-tiempo que
llamamos escuela. Sabemos que la tarea
nos es fácil y que con ella vienen dados unos compromisos éticos, políticos y
estéticos, solo por mencionar algunos, a los que es preciso abrazar si es que
buscamos acompañarnos mutuamente en la jornada emocionante y emocionada de
aprender-enseñar.
Pero, ¿cómo puede encarnarse nuestro
compromiso de mediación pedagógica para hacer de la escuela una comunidad
aprendiente?
En este
ensayo –chifladura florecida –, pretendo ofrecer un intento de respuesta a
dicha cuestión, siempre desde mi propia experiencia educativa y de vida – mi
propia subjetividad –, camino que he recorrido y recorro acompañado de mujeres
y hombres, niños y niñas que han alimentado mi curiosidad e incertidumbres.
Ese
espacio-tiempo llamado escuela
“La escuela deja de ser un lugar donde se
aprende para convertirse en un lugar donde se evalúa” Tardiff
La
escuela, entendida como el espacio donde tiene lugar la educación formal, en
gran medida tiende a adolecer de creatividad, se caracteriza por la
normatividad y muy raras veces se abre a las emergencias que trae consigo la
vida misma (Calvo Muñoz, 2013). En tal sentido, la escuela, como
espacio-tiempo de formación, ha servido para acallar la autonomía y, a partir
de procesos dicotómicos y mecanicistas, no facilita la práctica de los valores
que, muchas veces, busca promover. Hoy
en día, por ejemplo, nuestras escuelas están avocadas a la promoción de la
excelencia académica, dejan de lado la cooperación y solidaridad; y en nombre
de la democracia, patrocinan una estructura vertical donde la diferencia es
condenada, el ocio no tiene sentido y la persona es limitada a su rol de
docente o estudiante, sin que esto genere mayores vínculos de humanidad.
La
situación aquí descrita hace que la vida escolar, lejos de facilitar el
aprendizaje, genere ansiedades y bloqueos que inhiben el interés de aprender (Marina, 2010), pues, las
experiencias espontáneas y sus riquezas son percibidas como sin valor, y se
tratan como disrupciones, pérdidas de tiempo, para el desarrollo educativo de
niños y niñas. Esta visión de la escuela
no necesariamente toma en cuenta el proceso vital de quiene pretende servir. Esto puede ilustrarse como bien sintetiza
Wild (2007) cuando afirma:
“En la escuela
regular, estas (las) experiencias
ricas que se desarrollan en situaciones siempre nuevas que nunca son idénticas,
sino que están repletas de variables, se sustituyen por reglas, fórmulas y
conocimientos que no han sido formulados por el niño, sino por alguna
‘autoridad en la materia’. Se cree que
es el deber del adulto transmitir al alumno contenidos y métodos para
solucionar muchos problemas, los cuales, en realidad, no fueron planteados por
los propios niños, sino por otras personas.
La justificación más común para este procedimiento es que el niño nunca
podrá descubrir, por su propia experimentación, todo lo que la humanidad ha
acumulado en miles de años en cuanto a conocimientos y sabiduría. Pero lo que se nos escapa al usar este argumento
es el hecho de que cualquier contenido, aunque se lo presente de la forma más
simple, ha de adaptarse necesariamente a las estructuras de pensamiento del
organismo en desarrollo”. p. 188-189
Los
procesos escolares, en gran medida, se han distanciado de los mismos procesos
vitales y a pesar del conocimiento que hoy tenemos de la neurociencias, por
ejemplo, nos hace falta incorporar y promover experiencias placenteras que nos
ayuden a conocer con todo lo que ello implica (Assmann, 2002), es decir,
con toda la amplitud de la “percepción, emoción y acción: todo el proceso
vital” (Capra, 1998). Es aquí donde la escuela ha de abrirse a su
carácter educativo, abandonando su tan marcado objetivo de producir resultados
altos en pruebas estandarizadas.
El desafío de
educar la escuela
Si aceptamos que el proceso educativo va
más allá del espacio-tiempo escolar, entonces vale la pena pensar que nuestros
múltiples aprendizajes se han visto mediados por experiencias espontáneas,
lúdicas y curiosas que nos han permitido conocer con todo lo que somos.
En
general, el espacio-tiempo escolar responde a lo que bien podríamos denominar
la sociedad de la segmentación (Rinaldi, 2011), en donde
todo está dividido, categorizado, diferenciado y en donde no necesariamente se
reconocen ni promueven los vínculos existentes de las múltiples “realidades”
que habitamos. Así, en la escuela, nos
olvidamos que la educación es “un devenir complejo” (Calvo Muñoz, 2013), que debe
estar fundamentada en la pedagogía de la vida misma. Es decir, una pedagogía de la escucha, la
apertura, la transformación; una pedagogía que desde lo relacional valora la
diversidad, la creatividad, la emergencia, la autoorganización. Una nueva
pedagogía que re-conoce y valora la cognición como proceso “creativo,
contextual, enactuado, productivo, estratégico, evolutivo” (Prado, 2006). Una pedagogía que fomenta la apertura a
diversos “campos de sentido” a partir de “ecologías cognitivas” que favorezcan
las experiencias de aprendizaje (Assmann, 2002). Pedagogía que adquiere un nuevo significado
en su labor epistemológica y axiológica, y que en sí misma puede ser concebida
como biopedagogía.
Es a partir de esta nueva visión y
quehacer pedagógico que la escuela puede ser educada. Para que esto tenga lugar, debemos ser
conscientes de que no hay diferencias entre los procesos cognitivos y vitales (Assmann, 2002); que todo lo
que nos ocurre está siendo, no como algo pre-establecido sino como proceso que
fluye, que se re-crea desde su propia complejidad y emergencia.
Educar la
escuela entonces significa re-crear un espacio-tiempo que favorezca el proceso
de aprendizaje. La escuela ha de ser un
ambiente estimulante para “la creación de relaciones posibles” (Calvo Muñoz, 2013); o a decir de
Rinaldi (2011) “una lugar… donde saber e identidad se co-construyen y donde los
procesos de aprendizaje se analizan siempre en relación con los otros” y otras.
La
escuela así concebida promueve unas relaciones en donde la incertidumbre es
bienvenida, la multi-disciplinariedad y trans-disciplinariedad son parte
importante de la praxis escolar, y en las relaciones docentes-estudiantes tiene
lugar el vínculo de quienes aprenden en colectividad enriqueciendo su propia
subjetividad. Además, en este contexto,
el tiempo en el espacio escolar adquiere su verdadero sentido de ser kairós,
tiempo vivo (Assmann, 2002), que permite
la flexibilidad y borrosidad tan necesaria para poder aprender.
El rol
docente en esta escuela educada es de mediación. No sabemos todo, pero estamos dispuestos –
estudiantes y docentes – a acompañarnos mutuamente en aprender, en dar
significado, en dar espacio y lugar al asombro.
Aquí la reflexión sobre lo que se hace – praxis pedagógica – es parte
esencial del crecimiento personal y colectivo.
En ella se refinan los compromisos éticos, políticos y estéticos impregnados
en el proyecto educativo; y es que la escuela como proyecto pedagógico no es
neutral, ya que nuestras acciones tampoco lo son y desde ellas vamos
construyendo un mundo matizado por nuestras opciones de vida.
El
desafío, entonces, de educar la escuela es constante. No está reducido a reformas externas, sino
que integra a la misma comunidad donde está inserto el espacio escolar y en tal
sentido, es una tarea social que busca abrir caminos a nuevas ciudadanías,
nuevas formas de ser personas en armonía con la naturaleza y con nosotros y
nosotras mismas. De aquí a que la
escuela pase de ser ‘parqueadero’ de niños, niñas y adultos a convertirse en
una auténtica comunidad aprendiente.
Transformando
la escuela en comunidad aprendiente
“Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos”.
Galeano
La vida nos a enseñado a ser seres
aprendientes. Todos y todas estamos
dotados de la capacidad de aprender, de curiosear, de buscar el sentido de
cuanto nos envuelve. Lamentablemente, la
educación formal en su espacio más concreto – la escuela – muchas veces se pasa
por alto las características básicas del propio proceso de aprendizaje. Dicho proceso, como bien sintetiza Prado
(2006), es “placentero y holístico, multidimensional y multisensorial; es
significativo…, autoorganizado y energético…, se efectúa en la convivencia y la
coordinación de conductas consensuales”.
En tal sentido, para que la escuela pueda constituirse en comunidad
aprendiente es necesario que su articulación tome en cuenta la vida misma a
partir de una opción pedagógica que potencie las oportunidades de aprender para
todos y todas. Algunos de los elementos
a tener muy presente en ésta articulación pueden ser resumidos de la manera
siguiente:
La reflexión pedagógica, aquella que
hace posible el propio aprendizaje. Las y los docentes somos seres en proceso,
emocionados y finitos. Estar consciente
de este hecho nos ayuda a salir al encuentro de otros y otras, a descubrir
relaciones que profundizan nuestra experiencia de vida. Reflexionar sobre la propia praxis pedagógica
re-dimensiona todo lo que somos y hacemos; crea el ambiente propicio para que
se dé el aprendizaje auténtico que nos hace crecer como educadores y
educadoras. En palabras de Freire
(2004):
El aprendizaje del educador, al enseñar, no se da
necesariamente a través de la rectificación de los errores que comete el
aprendiz. El aprendizaje del educador al educar se verifica en la medida en que
el educador humilde y abierto se encuentre permanentemente disponible para
repensar lo pensado, revisar sus posiciones; en que busca involucrarse con la
curiosidad del alumno y los diferentes caminos y senderos que ella lo hace
recorrer. Algunos de esos caminos y algunos de esos senderos que a veces
recorre la curiosidad casi virgen de los alumnos están cargados de sugerencias,
de preguntas que el educador nunca había percibido antes. Pero ahora, al
enseñar, no como un burócrata de la mente sino reconstruyendo los caminos de su
curiosidad — razón por la que su cuerpo consciente, sensible, emocionado, se
abre a las adivinaciones de los alumnos, a su ingenuidad y a su criticidad— el
educador que actúe así tiene un momento rico de su aprender en el acto de
enseñar. El educador aprende primero a enseñar, pero también aprende a enseñar
al enseñar algo que es reaprendido por estar siendo enseñado. p. 28-29
La relación docentes – estudiantes
vivida como auténtica relación humana en la que se reconoce la necesidad de
apertura a la otra persona y a su propio proceso de aprendizaje, en la que los
límites reafirman la propia identidad, siempre en proceso de cambio, pues, cada
relación crea espacio para que esa identidad se transforme, y en donde la
hospitalidad para aceptar las ideas y procesos emanados del descubrir, con sus
dificultades y sus oportunidades, sus retos y bellezas, se constituye un
ambiente propicio para el respeto y acompañamiento mutuo (Palmer, 1993). Una relación que busca libertad y que
entiende la práctica pedagógica como “la atención infinita del otro” (Readings, 1996).
En la
comunidad aprendiente la planificación y
la evaluación surgen como elementos de apoyo que se adecuan y re-organizan
para servir a quienes aprenden. No son
procesos técnicos estáticos ajenos a la realidad de las y los actores del
proceso enseñanza-aprendizaje ni tampoco son fin en sí mismas. En tal sentido, tanto la planificación como
la evaluación son entendidas como estrategias creativas e innovadoras para
asegurar que la comunidad aprende y que lo hace bien (Calvo Muñoz, 2013).
Para que
la escuela sea comunidad aprendiente tiene que abrirse a las experiencias de la
vida misma de la comunidad-localidad a la que pertenece, sin que esto limite
sus vínculos con referencias mayores (provincia, región, país, planeta,
universo…). Es decir, tiene que promover
un sentido de pertenencia que cree
relaciones más allá de sus propias fronteras institucionales. Así, por ejemplo, el coordinar una tarde de
juego con miembros de la comunidad no solo significa un espacio-tiempo de ocio,
sino que contiene todo un mundo de cosas por descubrir y en el que se puede
hacer posible la construcción de saberes.
Además, aquí bien puede bien re-dimensionarse nuestra relación con la
naturaleza, potenciando la visión de la tierra como nuestra “casa-patria
grande” a la que hay que respetar y cuidar.
Finalmente, la escuela como comunidad aprendiente propicia la investigación que busca “conocer para transformar y
transformar para conocer’’ con un marcado sentido de servicio que reconoce “la
humanidad de la humanidad” con toda su complejidad. En tal sentido, busca y fomenta una manera de
conocer que se reconoce situada, que surge de un proceso colectivo y que no es
ajena a su propio devenir histórico.
Referencias
Assmann, H. (2002). Placer y
ternura en la educación. Hacia una sociedad aprendiente. (A. Villalba,
Trans.) Madrid, España: Narcea, S. A. de Ediciones.
Calvo Muñoz, C. (2013). Del mapa escolar al territorio educativo:
Disoñando la escuela desde la educación (5ta. Edcición ed.). La Serena,
Chile: Editorial Universidad de La Serena.
Capra, F. (1998). La trama de la vida. Una nueva perspectiva de los
sistemas vivos. (D. Sempau, Trans.) Barcelona, España: Editorial
Anagrama, S. A.
Freire, P. (2004). Cartas a quine pretende enseñar. (S.
Mastrangelo, Trans.) Buenos Aires, Argentina: Siglo XXI Editores.
Gatto, J. T. (2009). Weapons of mass instruction: A schoolteachers'
journey through the dark world of compulsory schooling. Gabriola Island,
Canada: New Society Publishers.
Marina, J. A. (2010). La educación del talento (1ra. Edición
ed.). Barcelona, España: Ed. Planeta, S.A.
Palmer, P. J. (1993). To know as we are known. Education as a
spiritual journey. New York, NY, USA: HarperCollins.
Prado, C. (2006). Biopedagogía. In P. A. Guadas (Ed.), V Encuentro
Internacional Sendas de Freire. Aprensiones, resistencias y emancipaciones en
un nuevo paradigma de vida (pp. 169-211). Xávita: Instituto Paulo Freire
de España.
Readings, B. (1996). The university of ruins. Cambridge,
Massachusetts, USA: Havard University Press.
Rinaldi, C. (2011). En diálogo con Reggio Emilia: escucharm
investigar, aprender. Lima, Perú: Grupo Editorial Norma S.A.C.
Wild, R. (2007). Aprender a vivir con niños: ser para educar.
Barcelona, España: Ed. Herder.



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